Lovecraft trabajó como ghostwriter en una época de su vida en la que pasó necesidad económica. De esta etapa provienen sus trabajos conocidos como colaboraciones en las que compartió espacio con otros autores. Creo que la más interesante creación de esta época fue El Verdugo eléctrico con Adolphe de Castro, pues toma como escenario las estaciones de ferrocarril del México de los años veinte, además de que fusiona las deidades de los Mitos de Cthulhu con el panteón mexica.
El profeta de Providence no necesita presentación, así que te diré algunos datos de su colaborador.
Adolphe de Castro (1859-1959), o Adolphe Danzinger (entre otros alias). Un judío polaco quien emigró a los Estados Unidos en 1883, y que tuvo distintas ocupaciones, entre las que destacan: rabino, dentista, periodista, profesor, publicista, abogado y diplomático. Estuvo en México entre 1921 y 1926. Originalmente trabajó con Ambrose Bierce, pero después de la desaparición de éste se acercó a H.P. Lovecraft y a su amigo Frank Belknap Long con la idea de crear unas memorias de Bierce. Danzinger publicó Portrait of Ambrose Bierce en 1929.
Además, de Castro también colaboró con Lovecraft en dos historias para Weird Tales, La última prueba “The Last Test” (noviembre de 1928) y El verdugo eléctrico “The Electric Executioner” (agosto de 1930), este último probablemente inspirado por su estancia de cinco años en México. Aquí más que una colaboración parece que Lovecraft reelaboró las ideas de Adolphe de Castro y fungió como ghostwriter.
Ahora comparto “The Electric Executioner“, lectura que será de interés para el lector mexicano pues reconocerá las estaciones de tren que mencionan los autores durante la historia.
El Verdugo eléctrico
Para ser alguien que jamás se ha visto amenazado por una ejecución legal, siento un horror bastante extraño hacia la silla eléctrica. De hecho, pienso que el tema me estremece más que a muchos de quienes han tenido que afrontar tal prueba. La razón está en que lo asocio con un incidente ocurrido hace cuarenta años… Un suceso muy extraño me colocó al borde de desconocidos abismos negros.
En 1889 era auditor e investigador para la Tlaxcala Mining Company de San Francisco, que gestionaba algunas pequeñas propiedades de plata y cobre en las montañas de San Mateo, en México. Había habido algún problema en la mina número 3, que tenía un hosco y escurridizo superintendente llamado Arthur Feldon, y el 6 de agosto la firma recibió un telegrama informando que Feldon había desaparecido llevándose los registros de existencias y seguridad, así como la documentación interna, sumiendo toda la labor administrativa y financiera en la absoluta confusión. Este suceso fue un duro golpe para la compañía, y a última hora de la tarde el presidente McComb me llamó A su oficina, ordenándome que recuperara los documentos a toda costa. Esto tenía, él lo sabía, grandes dificultades. Yo nunca había visto a Feldon, y sólo disponía de una borrosa fotografía para identificarlo. Además, mi boda estaba fijada para el jueves de la siguiente semana a tan sólo 9 días, por lo que yo, naturalmente, me sentía poco dispuesto a lanzarme a una caza del hombre, de duración indefinida, en México. El apuro, no obstante, era tan grande que McComb se sintió justificado para encomendarme tal misión, y yo, por mi parte, decidí que aceptar tal misión merecía la pena, en vista de los beneficios que reportaría a mi posición en la compañía.
Estaba listo para partir esa misma noche, utilizando el coche privado del presidente para llegar a Ciudad de México, tras lo que tendría que tomar un ferrocarril de vía estrecha hasta las minas. Al llegar, Jackson, el superintendente de la número 3, podría darme detalles y posibles pistas, y entonces comenzaría en serio la persecución… a través de montañas, hacia la costa o entre los callejones de Ciudad de México, según lo requiera el caso. Partí con la hosca determinación de resolver el asunto y todas sus implicaciones tan rápido como fuera posible, suavizando mi enojo con escenas sobre un recibimiento que sería casi una ceremonia triunfal. Habiendo avisado a mi familia, novia y principales amigos, y tras unos precipitados preparativos para el viaje, me reuní con el presidente McComb a las 8 de la tarde en la estación de la Southern Pacific, recibiendo de él algunas instrucciones escritas y un talonario de cheques, partí en su vagón, que había sido enganchado al tren transcontinental del este de las 8 y 15. El viaje consiguiente parecía destinado a la irrelevancia, y tras una noche de sueño permanecí en el interior del vagón privado que tan generosamente me habían asignado, leyendo cuidadosamente los informes y esbozando planes para la captura de Feldon y la recuperación de los documentos. Conocía bastante bien el estado de Tlaxcala probablemente mejor que el fugitivo, lo que me daba cierta ventaja en la búsqueda, si éste no había utilizado el ferrocarril.
Según los informes, Feldon había estado bajo la vigilancia del superintendente Jackson durante cierto tiempo, ya que actuaba secretamente, trabajando por su cuenta en los laboratorios de la compañía a horas intempestivas. Había sospechas fundadas de su complicidad con un capataz mexicano y algunos peones en desvíos de mineral. Pero, aunque los indígenas habían sido despedidos, no había pruebas suficientes para hacer lo mismo con él, a ojos de su atento superior. En efecto, a pesar de su secretismo, parecía haber más desafío que culpa en el comportamiento del hombre. Era altanero y hablaba como si la compañía estuviera a su servicio en vez de ser, al contrario. La abierta vigilancia de sus colegas escribía Jackson, parecía enojarle cada vez más, hasta que acabó marchándose con algo de importancia de la oficina. Sobre su posible paradero, nada podía especularse, aunque el telegrama final de Jackson sugería las salvajes laderas de la sierra Malinche, esas altas y místicas cumbres con forma de cadáver tendido, de cuyas vecindades los nativos sospechosos de robo afirmaban provenir.
En el pasó a las 2 de la madrugada de la noche siguiente, desconectaron mi vagón privado del transcontinental para unirlo a una máquina, especialmente encargada por telegrama, que me llevaría al sur de Ciudad de México. Continué dormitando hasta el amanecer, y el nuevo día nos sorprendió en los llanos y desiertos paisajes de Chihuahua. El Personal me había dicho que estaríamos en Ciudad de México el mediodía del viernes, pero pronto vi que los incontables retrasos consumían horas preciosas. Tuvimos retenciones en vía muerta a lo largo de toda la ruta de un carril y, cada 2 por 3, recalentamientos u otras dificultades añadían nuevas complicaciones al horario previsto. En Torreón, donde llegamos 6 horas tarde, casi a las 8 en punto de la noche, del viernes sus buenas 12 horas de retraso, el conductor convino en aumentar la velocidad, en un esfuerzo para recuperar tiempo. Mis nervios estaban de punta, y no hacía otra cosa que recorrer el vagón con desesperación. Por fin, descubrí que acelerar había supuesto un alto coste, ya que en media hora mi propio vagón mostraba síntomas de recalentamiento; por eso, tras una enloquecedora espera, el personal decidió que todos los equipos debían ser revisados y avanzamos a un cuarto de la velocidad hasta la próxima estación con suministros… la ciudad industrial de Querétaro. Esto supuso el último revés, y estuve a punto de llorar como un crío. De Momento sólo podía agarrarme y empujar los brazos del sillón, como tratando de apresurar al tren hacia adelante y sacarlo de su paso de tortuga.
Eran las 10 de la noche cuando entramos en Querétaro, y pasé una hora terrible en el andén de la estación mientras mi vagón era llevado a vía muerta y revisado por una docena de mecánicos del lugar. Por fin, me comunicaron que el trabajo iba para largo, ya que el eje delantero necesitaba nuevas piezas que solo podían ser obtenidas en Ciudad de México. Verdaderamente todo parecía confabularse contra mí, y apreté los dientes al pensar en Feldon ganando progresivamente distancia quizás hacia el apetecible refugio de Veracruz y embarcar o hacia Ciudad de México con sus facilidades de conseguir tren mientras nuevos retrasos me mantienen atado e inerme. Por supuesto que Jackson había avisado a la policía de todas las ciudades vecinas, pero sabía con pesar cual solía ser su efectividad. Lo mejor que podía hacer, decidí enseguida, era abordar el expreso nocturno regular que iba a Ciudad de México por Aguascalientes y que hacía una parada de cinco minutos en Querétaro. De cumplir su horario, estaría allí a la 1 de la madrugada, y yo podría llegar a Ciudad de México a las 5 en punto de la mañana del sábado. Allí donde adquirí el billete, supe que el vagón sería de compartimentos europeos, en lugar de los largos vagones americanos con filas de asientos dobles. Fueron muy usados en los primeros días del ferrocarril mexicano, siendo la construcción de las primeras líneas obra de compañías europeas, y en 1889 la Central Mexicana tenía aún en activo un pequeño número de ellos para trayectos cortos. Normalmente prefiero los coches americanos, ya que odio tener gente enfrente, pero por esta vez me alegré de contar con vagones extranjeros. A esa hora de la noche tenía una buena oportunidad de encontrar un compartimiento para mí solo y en el estado de cansancio y fatiga nerviosa me congratulaba de la oportunidad… tanto como de los confortables asientos de reposabrazos, reposacabezas y cómoda tapicería cómoda tapicería que ocupaba toda la anchura del vehículo. Compré un billete de primera clase, sacando mi equipaje del apartado vagón privado, telegrafiando, tanto al presidente McComb como a Jackson, cuanto había sucedido, y me senté en la estación para esperar el expreso nocturno tan pacientemente como mis tensos nervios me lo permitieron.
Por algún milagro, el tren sólo llegó con medía hora de retraso, aunque, aun así, la solitaria vigilia en la estación había casi vencido mi resistencia. El revisor, indicándome un compartimiento, me dijo que esperaba recuperar el retraso y llegar a tiempo a la capital; me retrepé confortablemente en el sillón que mira hacia delante, esperando un tranquilo viaje de 3 horas y media. La luz de la lámpara de aceite sobre mi cabeza era sumamente tenue, y me pregunté si podría descabezar el sueño, que tanto necesitaba, a pesar de mi ansiedad y tensión nerviosa. Parecía, mientras el tren arrancaba, que estaba solo, y me sentí agradecido de corazón por aquella circunstancia. Mis pensamientos iban hacia mi misión, y cabeceaba con el creciente ritmo del convoy, que iba ganando velocidad. Entonces, bruscamente, me percaté que no estaba solo después de todo. En la esquina diagonalmente opuesta a la mía, tan hundido en el asiento que su rostro era invisible, se sentaba un hombre de rústicas ropas e insólita envergadura, a quien la tenue luz no había revelado antes. Junto a él, en el asiento, había una gran maleta abollada y abultada que asía con fuerza, incluso durante el sueño, con una mano incongruentemente delicada. Mientras la máquina silbaba agudamente en cada curva o cruce, el durmiente pasó nerviosamente a una especie de duermevela; alzando la cabeza, mostró un rostro apuesto, barbudo y claramente anglosajón, de ojos oscuros y brillantes. Al percibir mi presencia, se espabiló por completo y me asombré ante la salvaje hostilidad de su mirada. Sin duda, pensé, le molestaba mi presencia cuando había esperado disponer de todo el comportamiento, tal como a mí me disgustaba encontrar extrañas compañías en el vagón medio iluminado. Lo mejor que podíamos hacer, no obstante, era aceptar graciosamente la situación, y comencé a disculparme ante el hombre por mi intrusión. Parecía ser americano, y nos sentiríamos más cómodos tras unas pocas cortesías. Luego nos dejaríamos mutuamente en paz para el resto del viaje. Para mi sorpresa, el extraño no respondió ni una palabra a mis cortesías. En vez de ello, siguió mirándome con fiereza y casi como calibrándome, y rechazó mi embarazado ofrecimiento de un cigarro con un nervioso ademán lateral de su mano libre. La otra estaba todavía tensamente aferrada a la gran maleta gastada, y su persona parecía irradiar alguna oscura malignidad. Tras un tiempo, volvió abruptamente el rostro hacia la ventana, aunque no había nada que ver en la densa oscuridad del exterior. Extrañamente, parecía mirar tan intensamente como si hubiera algo que ver. Resolví dejarle con sus caprichos y meditaciones personales sin molestarle más; me recosté en mi asiento, bajé el ala de mi sombrero sobre el rostro y cerré los ojos en un esfuerzo por conciliar el sueño con el que medio había contado.
No podía haber dormitado mucho o muy profundamente cuando mis ojos se abrieron como respondiendo a algún estimulo exterior. Los cerré de nuevo deliberadamente y traté de echar una cabezada, aunque sin resultados. Una influencia intangible parecía obligarme a permanecer despierto; entonces, alzando la cabeza, observé el compartimiento escasamente iluminado, buscando algo fuera de lo común. Todo parecía normal, hasta que reparé en que el desconocido del rincón opuesto estaba observándome con gran atención… atentamente, aunque sin nada de la afabilidad o fraternidad que implicaría un cambio de su anterior hosquedad. No intenté conversar en esta ocasión, sino que me removí en mi anterior postura de durmiente, medio cerrando los ojos como si dormitara una vez más, pero continué observándole con curiosidad por debajo del ala caída de mi sombrero. Mientras el tren traqueteaba hacia delante cruzando la noche vi una sutil y gradual transformación en la expresión del atento individuo. Evidentemente satisfecho de verme dormido, permitió que su rostro reflejara un curioso cúmulo de emociones, cuya naturaleza parecía cualquier cosa, excepto tranquilizadora.
Odio, miedo, triunfo y fanatismo se reflejaron a la vez en las comisuras de sus labios y ojos, mientras su mirada se convertía en un resplandor de ferocidad y avidez verdaderamente alarmante. Súbitamente, supe que estaba ante un loco y de los peligrosos. No pretenderé que estaba otra cosa que profunda y totalmente asustado ante el cariz que tomaban las cosas. Mi cuerpo se cubrió de sudor y hube de esforzarme en mantener mi actitud de relajación y sueño. La vida presentaba tantos atractivos justo entonces, que el pensamiento de medirme con un maníaco homicida presumiblemente armado y desde luego fuerte en sumo grado era algo terrible y desalentador. Mi desventaja en cualquier clase de lucha era abrumadora, puesto que el hombre era un verdadero gigante, evidentemente en excelente forma, mientras yo era más bien débil y estaba casi exhausto de ansiedad, falta de sueño y tensión nerviosa. Sin duda, era un mal trance, y me sentí cercano a una muerte horrible al reconocer la furia de la locura de los ojos del desconocido. Sucesos del pasado desfilaron por mi mente como si los viera… como cuando la vida entera de alguien que se ahoga vuelve a él en el último instante, según se dice. Por supuesto, llevaba el revólver en el bolsillo de mi chaqueta, pero cualquier gesto para buscarlo y sacarlo sería instantáneamente advertido. Más aún, si pudiera hacerlo, ni decir tiene el efecto que haría en el maníaco. Aún si le dispara una o dos veces, le restarían fuerzas para quitarme el arma y hacer de mí cuanto quisiera y, de estar armado, podría disparar o apuñalar contra mí sin tratar de desarmarme. Uno puede reducir a un hombre cuerdo encañonándole con una pistola, pero la completa indiferencia de los dementes hacia las consecuencias de sus actos les provee de una fuerza y amenaza casi sobrehumana. Aún en aquellos días prefreudianos, yo tenía una clara idea, fruto del sentido común, sobre el peligroso poder de alguien que carece de las normales inhibiciones. Que el desconocido del rincón estuviera a punto de emprender alguna acción homicida, sus ojos ardientes y contorsionados músculos faciales no me permitían dudarlo un instante.
Repentinamente, escuché su respiración convertirse en boqueos excitados, y vi su pecho hincharse con creciente agitación. El momento de la confrontación estaba próximo, y traté desesperadamente de idear la mejor manera de encararle. Sin interrumpir mi simulacro de sueño, comencé a deslizar mi mano derecha gradual y disimuladamente hacia el bolsillo de la pistola, observando atentamente al loco mientras lo hacía, para ver si detectaba algún movimiento. Desgraciadamente lo hizo… casi sin darme tiempo de registrar ese hecho en su expresión. Con un salto tan ágil y brusco que parecía casi increíble en un hombre de su tamaño, estuvo sobre mí antes que supiera que pasaba; agachándome y retorciéndose como un ogro gigante de leyenda, me agarró con una poderosa mano mientras con la otra me registraba buscando el revólver. Sacándolo de mi bolsillo u poniéndolo en el suyo propio, me dejó libre a sabiendas que su superioridad física me dejaba totalmente con ojos cuya furia se había tornado bruscamente en una mirada de despectiva piedad y cálculo espantoso. No me moví, y tras un instante, el hombre volvió a ocupar el asiento opuesto al mío; esbozando una horrible sonrisa, abrió su gran maleta abultada y sacó un artefacto de aspecto peculiar: una especie de jaula de alambre semiflexible tramada como la máscara del cátcher de béisbol, pero con una figura más parecida a la escafandra de un buzo. El final estaba conectado con un cordón cuyo otro extremo terminaba en la maleta. Acarició este aparato con evidente cariño, colocándolo en su regazo mientras me observaba de nuevo y se relamía los labios barbudos con un movimiento casi felino de su lengua. Entonces, por primera vez, habló… una profunda y madura voz suave y cultivada, en asombroso contraste con sus ropas de rústica factura y su aspecto desaliñado.
-Es usted afortunado, señor. Lo usaré el primero de todos. Entrará en la historia como el primer fruto de un señalado invento. Vastas consecuencias sociológicas… dejaré brillar mi luz, como en otros tiempos. Estoy radiando todo el tiempo, pero nadie lo sabe. Ahora usted lo sabrá. Inteligentes cobayas. Gatos y burros… trabajé incluso con un burro…
Se detuvo, mientras sus barbudas facciones experimentaban un convulsivo movimiento perfectamente sincronizado con un vigoroso giro de toda la cabeza. Era como si tratara de sacudirse de alguna traba intangible, ya que a los rictus siguió una expresión más clara y sutil que ocultaba la locura descarnada bajo un aspecto de suave compostura, tras la que la demencia brillaba sólo débilmente. Aprecié rápidamente la diferencia y tomé la palabra para ver si podía guiar sus pensamientos hacia cauces más inofensivos.
-Parece tener usted un instrumento extremadamente delicado, a mi entender. ¿Puede decirme cómo llegó a inventarlo?
Él cabeceó.
-Pura reflexión lógica, querido señor. Estudié las necesidades de la época y obré en consecuencia. Otros ingenios habrían hecho lo mismo de haber sido más poderosos esto es, tan capaces de concentración sostenida como el mío. Tenía la convicción… una valiosa fuerza de voluntad… eso es todo.
Comprendí como nadie cuán imperativo era sacar a todo el mundo de la tierra antes de la vuelta de Quetzalcóatl, y comprendí también que debía ser hecho elegantemente. Odio la carnicería de cualquier clase, y la horca es bárbaramente cruda. Usted sabe que el pasado año los legisladores de Nueva York votaron la adopción de ejecución eléctrica para los condenados… pero todos los aparatos que se les ocurren son algo tan primitivo como el “Rocket” de Stephenson o la primera máquina eléctrica de Davenport. Conozco un método mejor, y así se lo dije, pero no me prestaron ninguna atención. ¡Dios, que necios! Como si yo no supiera cuánto hay que saber sobre hombres, muerte y electricidad… estudiante, hombre y niño… tecnólogo e ingeniero… soldado de fortuna…
Se hizo atrás estrechando los ojos.
-Estuve en el ejército de Maximiliano hace veintitantos años. Iban a hacerme noble. Entonces, esos malditos mugrosos* le mataron y tuve que Volverme a casa. Después volví atrás y adelante, atrás y adelante. Vivo en Rochester. N. Y…
Sus ojos se ampliaron con astucia y se inclinó hacia delante tocando mi rodilla con los dedos de una mano paradójicamente delicada.
-Volví, como digo, y fui más allá que ningún de ellos. Odio a los mugrosos, pero amo a los mexicanos. ¿Una paradoja? Escuche, jovenzuelo… ¿piensa que México es verdaderamente español? ¡Dios, si conociera a las tribus que yo conozco! En las montañas… en las montañas…Anáhuac…Tenochtitlan…las antiguas…
Su voz se convirtió en un aullido cantarín y melodioso.
¡Ia! ¡Huitzilopochtli!… ¡Nahuatlacat! Siete, siete, siete…Xochimilca, ¡Chalca, Tepaneca, Acolhua, Tlahuica, Tlascalteca, Azteca!… ¡Ia! ¡Ia! He estado en las siete cuevas de Chicomoztoc, ¡pero nunca nadie lo sabrá! Se lo digo porque nunca podrá repetirlo…
Se tranquilizó retomando el tono coloquial.
-Se sorprendería de saber lo que me han contado en las montañas. Huitzilopochtli está volviendo. Cualquier peón al sur de México puede decírselo. Pero no pienso hacer nada al respecto. Volví a casa, como le dije, una y otra vez, e iba a beneficiar a la sociedad con mi verdugo eléctrico, pero el maldito parlamento de Albany optó por otro método. ¡Una burla, señor, una burla! La silla del abuelo…sentado junto al hogar… Hawthorne.
El hombre se reía entre dientes en una morbosa parodia de buenas maneras.
¡Caray! señor, ¡me gustaría ser el primer hombre en sentarme en su maldita silla y sentir la corriente de sus dos pequeñas pilas de ácido! ¡No podría mover ni el anca de una rana! Y esperan matar criminales con eso… el mérito recompensado… ¡del todo! Pero entonces, jovenzuelo, vi la inutilidad… la lógica sin sentido que tenía… el matar a unos pocos. Todos somos homicidas… se matan ideas… se roban inventos… robaron el mío observando y observando…
El hombre se sofocó y se detuvo, y yo le hablé pausadamente.
-Estoy seguro de que su invento era mucho mejor, y probablemente terminarán adoptándolo.
Evidentemente, mi tacto no fue lo bastante grande, porque su respuesta mostraba renovada irritación.
¿Está “seguro”? ¡Amable, tibia y conservadora aseveración! Malditos sean sus cuidados… ¡pero pronto lo conocerá! ¡Vaya, maldito sea!, todo lo bueno que pueda haber alguna vez en esa silla eléctrica será porque me lo hayan robado. El espíritu de Nezahualpilli me habló en la montaña sagrada. Ellos observaban, observaban…
Se sofocó de nuevo, y entonces realizó otro de esos gestos en los que parecía sacudir la cabeza y facciones al tiempo. Esto pareció calmarlo temporalmente.
-Lo que necesita mi invento es probarlo. Mire… aquí. La capucha de alambre o red de la cabeza es flexible y se coloca con facilidad. La pieza del cuello asegura sin ahogar. Los electrodos tocan la frente y la base del cerebelo… todo lo necesario. Detén la cabeza, ¿Y qué sucede? Los imbéciles de albano, con sus sillones de roble, piensan que deben hacer un artilugio de pies a cabeza. ¡Idiotas!… ¿no sabrán que no se necesita disparar a un hombre en el cuerpo tras romperle el cerebro? He visto hombres morir en batalla… lo sé muy bien. Y sus estúpidos circuitos de alto voltaje…dínamos… y todo eso. ¿Por qué no miran lo que he hecho con la batería? Nadie ha oído hablar de ello… nadie lo sabe… sólo yo conozco el secreto… es por eso por lo que Quetzalcóatl, Huitzilopochtli y yo gobernaremos el mundo en solitario. Pero debo tener sujetos para el experimento… sujetos… ¿Sabe usted a quién he elegido como primero?
Traté de parecer divertido, tornando rápidamente en una amistosa seriedad, como calmante. Pensé rápido y las palabras adecuadas pudieron salvarme por el momento.
-Bueno, hay montones de sujetos apropiados entre los políticos de San Francisco, ¡de dónde vengo! Necesitan su tratamiento. ¡Y yo estaré encantado de ayudarle a presentarlo! Pero, de verás, pienso que puedo ayudarle de verdad. Tengo cierta influencia en Sacramento, y si quiere volver a los Estados Unidos conmigo tras resolver mis negocios en México, veré que sea escuchado.
Respondió sobria y civilizadamente.
-No… no puedo retroceder. Juré no hacerlo cuando esos criminales de Albany se echaron sobre mi invento y enviaron espías para observarme y robármelo. Pero debo tener sujetos americanos. Esos mugrosos están malditos. Y sería demasiado fácil, y los indios de pura cepa, los verdaderos hijos de la serpiente emplumada son sagrados e inviolables excepto como adecuadas víctimas del sacrificio… y aún en ese caso deben morir de acuerdo con la ceremonia. Debo obtener americanos sin necesidad de regresar… y el primer hombre que elija será notoriamente honrado. ¿Sabe quién es?
Gané tiempo desesperadamente.
¡Oh! Si ése es todo el problema, ¡encontraré una docena de especímenes yanquis de primera clase tan pronto cuando lleguemos a Ciudad de México! Sé dónde hay montones de mineros insignificantes a los que nadie echará de menos durante días…
Pero él me interrumpió bruscamente con un nuevo y súbito aire de autoridad que tenía un toque de dignidad real.
-Basta…ya hemos charlado bastante. Levántese y póngase derecho como los hombres. Usted es el sujeto elegido, y me agradecerá tal honor desde el otro mundo, como la víctima del sacrificio agradece al sacerdote por brindarle la gloria eterna. Un nuevo principio… ningún otro hombre vino ha soñado una batería de esta clase, y puede que nunca se haga otra vez, aunque pasen un millar de años. ¿Sabe usted que los átomos no son lo que parecen? ¡estúpidos! ¡Dentro de un siglo algún necio conjeturará si yo iba a dejar vivir al mundo!
Mientras me levantaba a su orden, sacó unos treinta centímetros adicionales de cable de la maleta y se plantó a mi lado con el casco de alambre tendido hacia mí con ambas manos y una mirada de verdadera exaltación en su curtido y barbudo rostro. Durante un instante me a pareció un radiante mistagogo o hierofante helénico.
¡- ¡He aquí, oh juventud… una libación! Vino del cosmos… néctar de los espacios estrellados… Linos…Iacchus…Ialmenos…Zagreus…Dioniso…Atis…Hilas… engendrado por Apolo y muerto por los sabuesos de Argos… progenie de Pásmate… niño del sol… ¡Evoë! ¡Evoë!
Estaba cantando de nuevo, y en este momento su mente parecía retroceder a las memorias clásicas de sus días de colegio. Desde mi postura erecta me percaté de la cercanía del cordón de emergencia y especulé si podía alcanzarlo mediante algún ademán de ostensible respuesta a su disposición ceremonial. Valía la pena intentarlo, y con un grito antifonal de “¡Evoë!” alcé mis manos hacia él en estilo ritual, esperando dar un tirón del cordón antes que reparara en el acto. Pero fue inútil. Vio mi intención y movió una mano hacia el bolsillo derecho de su chaqueta, donde tenía mi revólver. No hubo necesidad de palabras y permanecimos un instante como figuras esculpidas. Luego, habló suavemente:
¡Dese prisa!
De nuevo, mi cabeza acometía frenéticamente buscando caminos de salida.
Las puertas, lo sabía, no están cerradas en los trenes mexicanos, pero mi acompañante me detendría fácilmente si trataba de abrir una y saltar. Además, la velocidad era tan grande que una acción en tal sentido sería tan fatal como el fracaso. Lo único factible era tratar de ganar tiempo. De las 3 horas y media del viaje, había transcurrido ya bastante, y una vez llegáramos a Ciudad de México, los guardas y policía de la estación me brindarían inmediata protección. Había, a mi parecer, dos diferentes argucias dilatorias. Si podía inducirle a posponer la introducción en la capucha, pensaba que se ganaría mucho tiempo. Por supuesto, no creía que el aparato fuera verdaderamente mortal, pero conocía bastante de los locos para comprender lo que sucedería si fracasaba el intento. A su demencia podría sumarse la enloquecida atribución del fallo a culpas mías, y el resultado sería un rojo caos de furia homicida. Por tanto, el experimento debía ser pospuesto tanto como fuera posible. Y aún había una segunda opción: si planeaba con inteligencia, podría idear explicaciones para el fallo que captarían su atención y le llevarían a búsquedas más o menos largas de acciones correctoras. Me pregunté cuán grande sería su credulidad y cómo podría preparar anticipadamente una profecía de fallo que me señalara como un profeta, un iniciado o incluso un dios. Sabía lo bastante sobre mitología mexicana como para que valiera la pena intentarlo, aunque podía procurar otras argucias dilatorias primero y dejar que la profecía llegara como una brusca revelación. ¿Me liberaría después de todo si le hacía creer que era un profeta o una divinidad? ¿Me presentaría como Quetzalcóatl o Huitzilopochtli? Cualquier cosa con tal de llegar hasta las cinco, hora en que debíamos llegar a Ciudad de México.
Pero mi primer “número” fue el manido truco de las últimas voluntades. Mientras el maníaco repetía sus apremios, le hablé de mi familia y mi matrimonio ya fijado, rogándole que me permitiera dejar un mensaje y disposiciones sobre mi dinero y efectos. Si, dije, pudiera dejarme algún papel y encargarse de echar al correo lo que pudiera escribir, moriría en paz y buena disposición tras una reflexión, dio veredicto favorable y, rebuscando en su maleta, me tendió solemnemente un bloc, mientras me decidía a sentarme. Saqué un lápiz, rompiendo adrede la punta y provocando algún retraso mientras él buscaba uno de su propiedad. Tras entregármelo, tomó mi lápiz roto y procedió a afilarlo con un gran cuchillo de cachas de cuerno que llevaba al cinto, bajo la chaqueta Evidentemente, una segunda ruptura de lápiz me reportaría escasa utilidad. Cuando escribí, no creo poder recordarlo en este momento. Era un completo galimatías compuesto de recordados fragmentos literarios, elegidos al azar al no poder pensar nada que poner en su lugar. Hice mi caligrafía tan ilegible como pude sin destruir su naturaleza de escrito, porque sabía que le gustaría mirar el resultado antes de comenzar su experimento, y comprendía cómo podría reaccionar a la vista de un obvio sinsentido. La prueba era terrible, y yo maldecía a cada segundo la lentitud del tren. En el pasado había incluso silbado vivaces ritmos al compás del animado traqueteo de las ruedas en los raíles, pero ahora el tempo parecía lentificarse al de una marcha fúnebre… mi marcha fúnebre, reflexioné sombríamente. Mi estratagema funcionó hasta que llené unas 4 páginas de 15 x 22 hasta que el demente sacó su reloj indicándome que tenía 5 minutos más. ¿Qué podía hacer ahora? Estaba pensando la forma de terminar aquel testamento cuando una nueva idea me alcanzó. Finalizando con una floritura y tendiéndole las hojas acabadas, que guardó descuidadamente en el bolsillo derecho de su chaqueta, le recordé mis influyentes amigos de Sacramento, quienes podían estar sumamente interesados en su invento.
¿No debería darle una carta de presentación para ellos? dije. ¿No debiera hacer un esquema y una descripción de su verdugo para asegurarle una cordial recepción? Pueden hacerle famoso, sabe… y no tengo la menor duda que adoptarán su modelo en el estado de California si llega a través de alguien como yo, a quien conocen y en quien confían.
Basaba mi táctica en la esperanza que sus ínfulas de inventor defraudado le hicieran olvidar la faceta de religión azteca durante un rato. Cuando volviera de nuevo sobre eso, reflexione, podría soltar lo de la “revelación” y la “profecía”. El truco funcionó, ya que sus ojos fulguraron con ansiosa aprobación, aunque me dijo con brusquedad que me apresurara. Vació aún más la maleta, sacando un ensamblaje de células de cristal y bobinas de aspecto extraño, a las que estaba unido el alambre del casco, y soltó un chorro de erráticos comentarios demasiado técnicos para seguirle, aunque aparentemente eran bastante plausibles y honestos. Simulé anotar lo que decía, preguntándome mientras tanto si el estrambótico aparato no sería después de todo una batería. ¿Podría darme una pequeña descarga cuando aplicara el artilugio? El hombre hablaba con tanta seguridad como si realmente fuera un verdadero electricista. La descripción de su invento le resultaba una tarea obviamente agradable, y vi que ya no estaba tan impaciente como antes. El esperanzador gris del alba relumbró en rojo en las ventanillas antes que concluyera, y sentí que por fin mi oportunidad de escapar se estaba volviendo algo tangible. Pero, también, él vio el amanecer y comenzó a mirar nuevamente de una forma salvaje. Sabía que el tren debía estar en Ciudad de México a las 5, y eso podía obligarle a una rápida actuación, de no ser que distrajera su juicio con nuevas argucias dilatorias. Mientras se alzaba con aspecto resuelto, colocando la batería en el asiento junto a la maleta abierta, le recordé que debía hacer el imprescindible boceto y le insté a colocar la pieza de la cabeza de forma que pudiera dibujarla junto con la batería. Aceptó y volvió a sentarse, con multitud de advertencias apremiantes. Tras otro instante, me detuve para pedirle alguna información.
Preguntándole cómo se situaba la victima para la ejecución y cómo sus presumibles agitaciones eran contenidas.
¡Toma! -replicó-, el criminal es inmovilizado contra un poste. No hay problema por mucho que agite la cabeza, ya que el casco queda ceñido y se aprieta aún más cuando se conecta la corriente. Giramos el dial gradualmente… puede verlo aquí, un tema cuidadosamente solucionado mediante un reóstato. Una nueva forma de demora se me ocurrió mientras los campos cultivados y el creciente número de casas bajo la luz del amanecer me indicaba que por fin nos aproximábamos a la capital.
-Pero -dije-, debo dibujar el casco colocado sobre una cabeza humana tanto como junto a la batería. ¿No podría ponérselo un instante mientras le hago un boceto con él? Los periódicos tanto como los técnicos lo querrán, y son bastante pesados con los detalles.
Había, por fortuna, logrado un blanco mejor de lo planeado, porque, a mi mención de la prensa, los ojos del demente relampaguearon de nuevo.
¿Los periódicos? Sí… malditos sean. ¡Puede hacer que hasta los periódicos me hagan caso! Se rieron de mí y no quisieron imprimir ni una palabra ¡Vamos, apresúrese! ¡No hay tiempo que perder!
Se encasquetó la pieza y observó con especial avidez el vuelo de mi lápiz. La malla de alambre le daba un aspecto cómico y grotesco, mientras se retrepaba estrujándose nerviosamente las manos.
¡Ahora, malditos sean, imprimirán los dibujos! Revisaré su boceto por si hay algún error… debo asegurarme a cualquier precio. La policía acabará encontrándole a usted… ellos dirán cómo trabaja. Noticia de la Associated Press… respaldada por su carta… fama inmortal… ¡Vamos, rápido… rápido, maldita sea!
El tren traqueteaba por las maltratadas vías cercanas a la ciudad y nos balanceaba desconcertantemente de vez en cuando. Con tal excusa, me las ingenié para volver a romper el lápiz, pero, por supuesto, el loco me tendió de nuevo el mío propio, que había afilado. Mi primera tanda de trucos se había desgastado y sentí que tendría que ponerme el casco en un instante.
Estábamos aún a un buen cuarto de hora de la terminal y era el momento de distraer a mi acompañante hacia su faceta religiosa y lanzar la divina profecía. Reuniendo los retazos de mitología nahua-azteca, aparté bruscamente papel y lápiz, y comencé a entonar.
¡Iä! ¡Iä! ¡Tloquenahuaque, Que Contienes Todo En Ti Mismo! ¡Tú, también, Ipalnemoan, Por Quien Existimos! ¡Escucho, escucho! ¡Veo, veo! ¡Águila portadora de serpientes, te saludo! ¡Un mensaje! ¡Un mensaje! ¡Huitzilopochtli, en mi alma resuena un trueno!
Al oír mis cánticos, el maniaco observó con incredulidad, a través de su extraña mascara, su agradable rostro mostrando una sorpresa y perplejidad que pronto se trocó en alarma. Su mente pareció quedar en blanco por un instante, antes de cuajar en otro modelo. Alzando sus manos, entonó como en un sueño.
¡Mictlantecuhtli, Gran Señor, un signo! ¡Un signo desde las profundidades de la cueva negra! ¿Iä Tonatiuh-Metzli! ¡Cthulhut! ¡Ordenad y obedeceré!
En todo este galimatías de respuesta hubo una palabra que pulsó una recóndita cuerda de mi memoria. Extraña, porque no tiene lugar alguno en la mitología mexicana, aunque me ha sido confiada más de una vez en temerosos susurros por los peones de las minas de mi propia firma en Tlaxcala. Parecía ser parte de un ritual sumamente secreto y muy antiguo, porque eran respuestas murmuradas y características que había captado aquí y allá, y que eran desconocidas incluso por los eruditos académicos. Este demente debía haber gastado un tiempo considerable con los peones de las colonias y los indios, tal como había comentado; porque sin duda tal conocimiento oculto no podía proceder de algún simple libro divulgativo. Advirtiendo la importancia que él debía conceder a esa dudosa jerga esotérica, decidí golpear en su flanco más vulnerable y darle la incomprensible respuesta que utilizan los indígenas.
¡Ya –R’lyeh! ¡Ya –R’lyeh! prorrumpí. ¡Cthulhutl fhtaghn! ¡Niguratl-Yig ¡Yog-Sototl…
Pero nunca tuve oportunidad de acabar. Galvanizado hasta una epilepsia religiosa por aquella exacta respuesta que su subconsciente probablemente no había esperado en realidad, el demente se postró de hinojos en el suelo, balanceando atrás y adelante su cabeza cubierta por el casco de alambre, una y otra vez, volviéndose a derecha e izquierda mientras lo hacía. Con cada giro sus reverencias se hacían más y más marcadas, y puede escuchar de los espumeantes labios el estribillo “matar, matar, matar”, en un monótono rápidamente creciente. Se me ocurrió que había ido demasiado lejos y que mi respuesta había desencadenado una ascendente manía que podía llevarle al extremo del asesinato antes que el tren alcanzara la estación. Mientras el arco de las genuflexiones del loco aumentaba gradualmente, el cable que iba de su cabeza a la batería se tensaba, naturalmente, más y más.
Ahora, en el embriagado delirio de éxtasis, comenzó a magnificar sus giros a círculos completos, hasta que el cable rodeó su garganta y comenzó a tirar de su asidero de la batería sobre el asiento. Me pregunté qué haría cuando sucediera lo inevitable y la batería arrastrada a una presumible destrucción contra el suelo. Entonces ocurrió el repentino cataclismo. La batería, llevada hasta el borde del asiento por un último gesto de orgiástico frenesí del maníaco, terminó cayendo; pero no pareció haberse roto por completo. De hecho, mientras mi mirada captaba el espectáculo en un fugaz instante, el impacto incidió sobre el reóstato, poniendo instantáneamente el dial a plena potencia. Y el maravilloso artefacto tenía corriente. El invento no era un espejismo de la locura. Vi una cegadora y fulgurante aurora azul, escuché un aullido más espantoso que cualquiera de los anteriores gritos de aquel loco y horrible viaje, y olí el hedor nauseabundo de la carne quemada. Esto fue todo cuanto mi desquiciada consciencia pudo captar, y caí instantáneamente en la inconsciencia.
Cuando un guardia ferroviario de Ciudad de México me reanimó, descubrí una multitud en el andén, alrededor de mi compartimiento. Ante mi grito involuntario, los rostros expectantes se volvieron curiosos y vacilantes, y me alegré cuando el guardia los expulsó a todos excepto al doctor que se abrió camino hasta mí. Mi grito era algo natural, puesto que había sido causado por algo más que el terrible y esperado espectáculo sobre el suelo del vagón. O debería decir, por algo menos, ya que, verdaderamente, no había nada en el suelo. No, dijo el guardia, así estaba cuando abrió la puerta y me encontró inconsciente en el interior. Mi billete era el único vendido para el compartimiento, y yo era la única persona hallada en su interior. A mi lado estaba mi maleta, nada más. Había estado solo todo el camino desde Querétaro. Guardia, doctor y espectadores por igual, se tocaron la sien significativamente ante mis insistentes preguntas.
¿Fue todo un sueño, o estaba de verdad loco? Recordé mi ansiedad y mis crispados nervios, y me estremecí. Dando las gracias al guardia y al doctor, y abriéndome paso entre la muchedumbre curiosa, me introduje en un coche que me llevó a la Fonda Nacional, donde, tras telegrafiar a Jackson a la mina, dormí hasta el atardecer en un esfuerzo por recobrarme. Me desperté a la 1 en punto, a tiempo para tomar el tren de vía estrecha a la zona de la mina; pero, al levantarme, encontré un telegrama bajo la puerta. Era de Jackson, diciendo que Feldon había sido encontrado muerto en las montañas aquella mañana y que la noticia había llegado a la mina sobre las 10 en punto. La documentación estaba íntegramente a salvo, y la oficina de San Francisco había sido puntualmente identificada. Así pues, todo el viaje, con su premura nerviosa y su ordalía enloquecedora, ¡había sido para nada!
Sabiendo que McComb desearía un informe personal a pesar del transcurso de los sucesos, envié otro cable y acabé tomando el ferrocarril de vía estrecha. Cuatro horas más tarde estaba, estremecido y sacudido, en la mina número 3, donde Jackson aguardaba para darme una cordial bienvenida. Estaba tan inmerso en el trabajo de la mina que no se percató de mi mudo temblor y desarrapada apariencia. La historia del superintendente fue sumaría, y me la contó mientras me guiaba hacia la choza de la ladera de la colina, sobre el arrastre, donde yacía el cuerpo de Feldon. Feldon, me dijo, había tenido siempre un carácter extraño y solitario, incluso cuando fuera contratado el año anterior; trabajando en algún secreto ingenio mecánico y temiendo el constante espionaje, y siendo desazonadoramente familiar con los trabajadores indígenas. Pero no conocía bien su trabajo, el país y la gente. Solía realizar largos viajes a las colinas donde vivían los peones y aun tomar parte en sus antiguas y estremecedoras ceremonias. Insinuaba extraños secretos y extraños poderes tan a menudo como alardeaba de su habilidad mecánica. Más tarde se había hundido rápidamente, volviéndose morbosamente suspicaz respecto de sus colegas e, indudablemente, uniéndose a sus amigos indígenas en el robo de mineral cuando sus fondos escasearon. Necesitaba desorbitadas sumas de dinero para esto y lo otro… recibiendo siempre cajas de laboratorios y talleres en Ciudad de México o los Estados Unidos.
Respecto a la fuga final con todos los papeles… tan sólo era un estúpido gesto de venganza sobre quienes llamaba “espías”. Verdaderamente, estaba completamente loco, porque había cruzado el país hasta la cueva en las inhóspitas laderas de la agreste sierra de Malinche, donde no vivían hombres blancos, y había realizado cosas extrañas y portentosas. La cueva, nunca encontrada antes de la tragedia final, estaba llena de antiguos y espantosos ídolos aztecas y altares, estos últimos cubiertos de carbonizados huesos de reciente inmolación y dudosa naturaleza. Los indígenas no decían nada de hecho, juraban no saber nada, pero era fácil ver que la cueva era conocida de antiguo por ellos, y que Feldon había compartido sus prácticas hasta en sus últimos extremos. Los buscadores habían encontrado el lugar tan sólo por los cánticos y el grito final. Eran cerca de las 5 de la mañana, y tras toda una noche de acampada, la partida había comenzado a empacar para volverse con las manos vacías a las minas. Entonces, alguien escuchó débiles ritmos en la lejanía, y supo que algunos de los antiguos y nocivos rituales indígenas tenían lugar en algún lugar apartado, en las laderas de las montañas con forma de cuerpo tendido. Escucharon los mismos viejos nombres Mictlantecuhtli, Tonatiuh-Metzli, Cthulhutl, Ya-R’lyeh y el resto, pero lo más extraordinario fueron algunos nombres ingleses mezclados con ellos. Inglés de verdaderos hombres blancos y no de mugrosos.
Guiados por el sonido, se apresuraban por la ladera infestada de maleza hacia allí, cuando, tras un intervalo de quietud, el grito explotó sobre ellos. Parecía haber humo también, y un mórbido y acre aroma. Enseguida dieron con la cueva, con la entrada disimulada por abigarrados mezquites, pero emitiendo ahora nubes de humo fétido. Estaba iluminada en el interior, los horribles altares y grotescas imágenes se vislumbraban el fulgor de velas que debían de haber sido cambiadas menos de media hora antes, y en el suelo de arenisca yacía el horror que hizo a todo el grupo tambalearse hacia atrás. Era Feldon, con la cabeza calcinada por un extraño artefacto que se había colocado en ella: una especie de jaula de alambre conectada con una especie de batería derribada, que evidentemente había caído al suelo desde un cercano pie de altar. Cuando los hombres vieron esto cambiaron miradas, pensando que el “verdugo eléctrico” que siempre se había jactado de haber inventado Feldon, la cosa que todos habían rechazado, pero tratado de robar y copiar. Los papeles estaban a salvo en el abierto baúl de Feldon, junto a él, y una hora más tarde la columna de buscadores volvió a la número 3 con un espantoso cadáver sobre andas improvisadas.
Eso era todo, pero fue bastante para hacerme palidecer y vacilar mientras Jackson me guiaba más allá del arrastre al cobertizo donde decía que yacía el cuerpo. Porque yo no carecía de imaginación, y demasiado bien sabía en qué infernal pesadilla esta tragedia engranaba de algún modo con algo sobrenatural. Sabía que debía ver tras esa puerta entornada, alrededor de la que los mineros se arremolinaban curiosos, y no me amilané cuando mis ojos encontraron el gigantesco cuerpo, las ropas de corte basto, las incongruentemente delicadas manos, los restos de la barba quemada y la infernal máquina… la batería algo rota, la pieza de la cabeza ennegrecida al chamuscarse lo que contenía. El gran y protuberante baúl no me sorprendió, y sólo me acobardé ante 2 cosas… el arrugado pliego de papel asomando del bolsillo izquierdo y el extraño abombamiento del derecho. En un momento en que nadie miraba, me acerqué y cogí el demasiado familiar fajo, estrujándolo en mi mano sin atreverme a mirar su contenido.
Debe disculpárseme que una prueba positiva o negativa de algo… pero para eso aún tenía la opción de preguntar por el revólver al forense, después que lo sacara del abultado bolsillo derecho. Nunca tuve el valor de interrogarle sobre eso… porque mi propio revólver se perdió aquella noche en el tren. Mi lápiz, asimismo, mostraba signos de un crudo y apresurado afilado distinto del preciso corte que le había aplicado durante la noche del viernes en el sacapuntas del vagón privado del presidente McComb. Así que al final volví a casa aún intrigado… piadosamente intrigado, quizás. El vagón privado estaba reparado cuando volví a Querétaro, pero mi gran alivio fue el cruce de Río Grande, por El Paso, hacia los Estados Unidos. El siguiente viernes estaba de nuevo en San Francisco, y la pospuesta boda se celebró la siguiente semana.
De lo que realmente sucedió aquella noche… ya lo he dicho, simplemente no me atrevo a especular. Ese tipo, Feldon, estaba loco de atar, y más brujería popular azteca de la que nadie debiera conocer. Era realmente un genial inventor, y esa batería fue la prueba genuina. Escuché más tarde cómo había sido desdeñado en los primeros años por la prensa, el público y los potentados. Demasiado rechazo no es bueno para los hombres de cierta clase. De todas formas, alguna desgraciada combinación de circunstancias había obrado. Había sido realmente, por cierto, soldado de Maximiliano. Cuando cuento esta historia, la mayoría de la gente me llama mentiroso a la cara. Otros hablan de alteraciones psicológicas y los cielos saben que yo estaba sobreexcitado, mientras que aún otros hablan de “proyección astral” de alguna clase. Mi empeño en capturar a Feldon seguramente envió mis pensamientos por delante mío y, con todos sus hechizos indios, él habría sido el primero en reconocerlos y reunirse con ellos.
¿Estuvo él en el vagón de ferrocarril o estuve yo en la cueva de las montañas con perfil de cadáver? ¿Qué me hubiera sucedido de no haberlo retrasado como hice? Debo confesar que no lo sé y no estoy seguro de querer saberlo. Nunca he vuelto a México… y, como dije al principio, no quiero ni oír hablar sobre ejecuciones eléctricas.
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